Desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género se han alzado voces de distintos sectores que, reubicando el discurso ancestralmente construido para perpetuar la subordinación de las mujeres, pretenden descalificar la labor legislativa.
Esas voces incluso admiten de entrada lo inaceptable de la violencia machista, para pasar a elaborar seguidamente nuevas formulaciones al servicio de mantener la discriminación peyorativa contra las mujeres en sus distintas manifestaciones, una de las cuales, la más brutal, es la violencia. En este contexto, una de las principales ideas fuerza de esta estrategia es la de que las mujeres denuncian en falso ser víctimas de violencia machista. Para ello pretenden hacer equivalente libertad de expresión a derecho a publicitar sospechas, rumores y dudas -en ningún caso contrastadas-, cuando no meramente prejuicios, como es atribuir de forma generalizada a las mujeres la realización de actos delictivos mediante la presentación de denuncias falsas.
Es cierto que el Tribunal Constitucional ha incluido dentro de la libertad de expresión -diferenciando su contenido del de la libertad de información, sujeta al límite de la veracidad- las invenciones, los rumores o las meras insidias. Pero de ello no cabe derivar que estas expresiones contribuyan a la construcción de una sociedad más democrática o a la investigación de un fenómeno considerado como el crimen encubierto más extendido del mundo.
Los juristas conocemos bien las reglas que regulan el proceso penal, el sistema de valoración de las pruebas practicadas en juicio oral y el sistema de garantías construido en el Estado social de derecho a favor del acusado. También sabemos de la extraordinaria lentitud con que las víctimas de violencia de género van desechando temores y prejuicios que dificultan la decisión de romper el círculo de esa violencia y, con ello, el silencio que lo perpetúa. O las barreras que tienen que superar para poner en conocimiento de la Administración de justicia hechos que ahora constituyen delitos. Conocemos igualmente la escasa colaboración de las propias denunciantes en el proceso, vinculada en muchos casos con dependencias de distinto tipo (sentimental, económica...) del presunto agresor, ya que ello supone romper con el modelo de socialización que sitúa a la mujer en posición subordinada en la relación de pareja. Esta escasa colaboración incluso puede deberse a la falta de correspondencia entre las expectativas que tienen respecto a la denuncia -tantas veces formulada con la única pretensión de que cese la violencia- y las consecuencias de poner en marcha el proceso penal, que ha de acabar, si se prueban los hechos, con una sentencia de condena que, normalmente, impondrá pena privativa de libertad y, en todo caso, pena de alejamiento al agresor. Sabemos asimismo de la dificultad de prueba de unos hechos que se cometen en tantas ocasiones en la intimidad o sin dejar rastros físicos apreciables.
En este contexto, el sobreseimiento provisional de las actuaciones o el dictado de una sentencia absolutoria no implica que la denuncia sea falsa. La sentencia absolutoria impide considerar culpable al que venía acusado hasta el juicio oral, pero ello no equivale a inexistencia de la violencia. Significa que la acusación no ha introducido pruebas bastantes de cargo, con la consecuencia de motivar la absolución del acusado. Un buen número de sentencias absolutorias justifican la absolución precisamente en ello.
Esto impide, naturalmente, categorizar como culpables a los acusados absueltos. Pero no permite, ni mucho menos, hablar de abuso del proceso o de denuncias falsas. Sólo podrán considerarse tales las que así sean valoradas en sentencias condenatorias firmes contra mujeres por esos delitos, y ello exclusivamente respecto de las que en concreto resultaran condenadas. Las mujeres también son titulares del derecho a la presunción de inocencia.
La última Memoria de la Fiscalía General del Estado, correspondiente a 2007, refiere 18 casos en toda España en los que se ha deducido testimonio contra mujeres para la investigación de hechos que podrían revestir los caracteres de acusación o de denuncia falsa, que también podrían ser de falso testimonio, toda vez que en ocasiones las denunciantes se retractan de su denuncia, por una errónea concepción del perdón al acusado o por el deseo de evitar su condena. No consta, sin embargo, ni siquiera el resultado final de estas actuaciones, que bien pudieron ser sobreseídas o acabar en sentencia absolutoria. Y ello, según la estadística judicial, frente a 43.048 juicios celebrados en ese año por violencia machista, que han terminado en 28.364 sentencias condenatorias.
Sobre quienes afirman que las mujeres interponen denuncias falsas recae la carga de probar su existencia. La mera difusión de insidias o sospechas no contrastadas lo único que revela es un proyecto ideológico de perpetuar la discriminación contra las mujeres así como un escaso rigor en las afirmaciones que se dicen efectuar en el ejercicio de la libertad de expresión. Permite, en todo caso, identificar el propósito que guía tales aseveraciones y valorar su papel en la construcción de la sociedad democrática.
Paloma Marín López es jefa de la Sección del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, magistrada y letrada del Gabinete Técnico del CGPJ
http://www.elpais.com/articulo/opinion/mujeres/denuncian/falso/elpepiopi/20090309elpepiopi_5/Tes
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